En 1995, un joven camarero, Stéphane Breitwieser (Francia, 1971), y su novia, Anne Catherine Kleinklauss, visitaban un museo en la ciudad alemana de Baden- Baden. En una de sus salas, estaba expuesto el lienzo La princesa de Clèves (1526) de Lucas Cranach el Viejo. Probablemente, la reacción de cualquier amante del arte hubiese sido contemplar la obra durante algún tiempo y abandonar la sala fascinado por su belleza.

Este no fue el caso del joven francés que, mientras su novia vigilaba, descolgó el cuadro para llevárselo consigo. A la pieza le esperaba un lugar destacado en la colección particular que había montado en casa de su madre, en Eschentzwiller, cerca de Estrasburgo. Esta colección había sido inaugurada meses antes con su primer robo, cometido en el castillo medieval de Gruyères, Suiza, de donde sin pensárselo demasiado quitó del marco un pequeño retrato al óleo de Christian Wilhelm Dietrich y lo metió debajo de su chaqueta.

Así arrancaba la historia de uno de los mayores ladrones de arte que, durante seis años, saqueó alrededor de 240 piezas en su recorrido por castillos, iglesias, museos regionales y pequeñas galerías de, por lo menos, siete países: Alemania, Francia, Suiza, Bélgica, Dinamarca, Austria y los Países Bajos; llegando, incluso, a robar en Sotheby’s, antes de una subasta. Y, así, también comienza el segundo capítulo de nuestra serie sobre los casos más célebres de falsificaciones, atentados y robos de la historia del arte.

La princesa de Clèves. 1526. Lucas Cranach el Viejo

La princesa de Clèves. 1526. Lucas Cranach el Viejo

 

El botín reunido por Stéphane Breitwieser incluía numerosos objetos valiosos, como porcelana, armas o instrumentos musicales, e importantes pinturas. Entre ellas, obras de Corneille de Lyon, François Boucher, Pieter Brueghel el Joven, Watteau, la citada de Cranach el Viejo y parece que algún Durero. Se ha estimado que el valor total de los artículos sustraídos superaba la cifra de dos mil millones de euros.

Sin embargo, como él mismo aseguró, no se trataba de una cuestión de dinero, sino de una fatídica pasión por el arte, adquirida desde su infancia. Su pretensión no era hacer negocio con lo hurtado, sino construir su propio museo privado. Y, a pesar de que tenía preferencia por los maestros de los siglos XVI y XVII, su criterio de selección respondía simplemente a “un magnífico cielo azul y gente maravillosa. Ya fuese un Brueghel o una pintura de un artista desconocido, si valía mil euros o mil millones, era la belleza de la obra lo que me interesaba”. Esta confesión la hizo en el juicio celebrado en 2005 en Estrasburgo, en el que fue condenado a tres años de prisión y su ex novia, a seis meses. Igualmente, antes de ser extraditado a Francia, ya había sido juzgado en Suiza y penado con cuatro años de cárcel.

Breitwieser fue arrestado en noviembre de 2001 cerca del museo Richard Wagner en Lucerna, Suiza, tras haber sido reconocido por el robo de un objeto del siglo XVI. La historia tampoco tuvo un final feliz para las piezas saqueadas. Pues, su madre, Mireille Stengel, cuando descubrieron a su hijo, destruyó parte del tesoro que se escondía en su casa, algunas obras las tiró a la basura y otro tanto fue a parar a las profundidades del canal del Rin- Ródano. Se recuperaron cerca de 100 artículos, pero muy dañados. La justicia francesa le condenó también a tres años de prisión. Breitwieser escribió un libro en el que relata toda su experiencia: «Confesiones de un ladrón de arte», publicado en 2006.