El mar y su espumosa bravura en las solitarias costas del norte de España. La playa de dorada arena y el manto plateado de esas aguas en calma tan típicas del Mediterráneo. El cambiante océano tiene en el pintor José Higuera un cronista personal y sensible. Sus marinas capturan un instante único, cargado de emotividad.

Para este artista nacido en Colonia, aunque criado en España, que desde bien temprano manifestó su buen hacer con el dibujo, moverse en el terreno del realismo no implica solamente reproducir el motivo elegido de la forma más fiel a la realidad posible. No le basta con ello. No comulga con el hiperrealismo, que puede resultar tan frío en su propósito crítico de emular la realidad vacía de las sociedades modernas.

Su aspiración es la de capturar la magia del momento irrepetible. No es su pintura una crítica a nada, sino una declaración de amor al entorno que le rodea, también el paisaje urbano de ciudades como Barcelona, Bilbao o el corazón de la urbe por excelencia, Manhattan. Aquí la poesía ya no es sobre la Naturaleza, es sobre lo viejo y nuevo dándose la mano en la plaza de Colón de la capital catalana, sobre el discurrir cargado de señalizaciones de las carreteras bilbaínas y el vertical acero de los rascacielos neoyorquinos.

Reina sobre estas vistas el peso de ese cielo brumoso que tanto gustaba a los impresionistas. Aspiraban, como el propio nombre del movimiento indica, a dar impresión de realidad y por eso pintaban las variaciones de la atmósfera, con sus gases y sus humos. Higuera sigue en cierto modo esta línea, por cuanto su pincel busca la emoción de la realidad. De su propia realidad, que es personal aunque transferible: la de los paisajes y las personas de su entorno, sobre los que incide una luz delicada que remarca los perfiles y pronuncia la sensación de intimidad. Efectos lumínicos que denotan el oficio del pintor, además de su cariño por lo que hace y por aquello que refleja su pintura.