Enrique Amado Moya - Contemplación

El viento sopla y se lleva la tormenta y tanto parece soplar que  arrastra consigo el oscuro follaje del árbol, difuminado hacia un extremo del lienzo, como si el pigmento, todavía húmedo, quisiera no tener límites. Pero en el vértice opuesto, la calma azul del cielo se percibe ya entre las nubes y, aunque el paisaje está aún desdibujado por la lluvia, la pesadilla ha pasado. Diríamos que estamos en un sueño. Y como tal, la realidad sigue estando ahí, representada por una casa diminuta pegado a un árbol que enigmáticamente no se agita.

La pintura del Enrique Amado Moya (Linares, Jaén, 1940) parece dirimirse entre la razón y la ensoñación y encontrar acomodo entre ambas. Los motivos son imaginados y aparecen (o desaparecen) como cubiertos por una niebla densa, en una paleta terrosa y gris. Colores fuertes que se difuminan y contrastan con notas de otros más claros, como el ocre o el celeste.

El pintor abunda en el paisaje con un estilo de aires simbolistas, que mantiene en sus retratos, de contornos definidos con un firme y grueso trazo negro. Con la misma gama cromática, estos pueden resultar inquietantes también por cuanto el fondo parece como inacabado, en contraste con el perfil marcado de algunos rostros. 

El dibujo es importante para Amado Moya, que aprendió sus rudimentos y los del grabado del maestro grabador gallego Manuel Castro Gil, su profesor en La Casa de la Moneda de Madrid, donde el pintor cursó estudios. 

Como obra de pleno derecho en su producción, el dibujo muestra también la  experimentación del autor hacia horizontes más abstractos. Como las emociones, ese yo interior que no toma forma hasta que está sobre el papel o la tela.

 

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