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La figura emerge entre sombras como un ídolo contemporáneo, mitad diosa, mitad criatura forjada en los restos de un ritual olvidado. Sus cuernos metálicos y su corona de calavera no son simple adorno: son cicatrices convertidas en ornamento, vestigios de un pasado donde la muerte se transmuta en fuerza vital.
Su piel, tatuada y marcada, se abre como un códice de símbolos indescifrables. De sus labios entreabiertos parece escapar un rezo o un grito contenido, un canto antiguo que tiembla entre lo humano y lo demoníaco. La pintura la captura en el instante de su trance: suspendida entre lo sagrado y lo profano, entre lo terrenal y lo mítico.
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