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La figura central —monumental y erosionada— encarna a una deidad castigadora que observa desde un trono elevado, envuelta en pliegues que caen como lava ardiente sobre una escalera en llamas. La figura dominante evoca castigo, furia y la solemnidad de un poder que no guía, sino que subyuga.
Inspirada en el mito de Zeus como opresor de Prometeo, la pintura es una meditación sobre el poder entendido como una fuerza que castiga la desobediencia creativa. Reflexiona sobre cómo los sistemas de autoridad suprimen el impulso transformador del ser humano. El resultado es una visión simbólica del conocimiento sitiado, donde el trono ya no representa justicia, sino la violencia del orden impuesto. El trono, en última instancia, se convierte en un altar del miedo.
La textura de la superficie, lograda mediante veladuras de óleo y pinceladas dinámicas, refuerza la tensión entre control y colapso. La obra invita al espectador a cuestionar la autoridad, el mito y el costo de la rebelión: temas antiguos con una vigencia siempre actual.
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