El ser humano siempre volverá la vista atrás, especialmente cuando ni el presente ni el futuro se antojan muy cautivadores. Es entonces cuando la nostalgia comienza un proceso de idealización del pasado, y no hay pasado más idealizado —ni cautivador— que el Medievo. Fue en este contexto histórico y emocional cuando John William Waterhouse (1849 – 1917) se afana en pintar cuadros de estilo y temática abiertamente old fashioned dominados por un arrebatado romanticismo y protagonizadas, generalmente, por modelos de una belleza inmemorial.

«Female head study for ‘A Naiad'» (1892)

Waterhouse no fue, ni de lejos, un precursor en este revival medieval. Al contrario, él pintor británico nace un año después de la sesión inaugural de la Hermandad Prerrafaelita. Liderada por pintores como John Everett Millais o Dante Gabriel Rossetti, aquel grupo artístico de vida efímera lleva a la pintura el gusto por desenterrar un pasado mítico que sirva como fortaleza ante el estrépito de la industrialización. No en vano, personajes como John Ruskin son claves en la configuración del historicismo arqueologista que tanta influencia tendría en el romanticismo y en el neoclasicimo británico.

«Circe» (1892)

De alguna manera, muchos artistas británicos están reaccionando ante el presente ruidoso y grasiento de la máquina, huyendo hacia un pasado legendario de capa y espada, de Shakespeare y el Rey Arturo. Saben que las mujeres no eran tan bellas como aparecen en sus cuadros ni los caballeros tan flemáticas, pero prefieren creerse sus propias mentiras a ser arrollados por la Lluvia, el vapor y la velocidad.

Es en este contexto reaccionario como John William Waterhouse comienza a echar la vista atrás, a empaparse de literatura antigua e hidromiel y a facturar obras de estilo arcaico pero de alma contemporánea. Sus referentes temáticos son, esencialmente, el mito clásico y la literatura shakesperiana.

«La náyade» (1893)

Conoce bien las obras del Prerrafaelismo, pero él prefiere unos postulados estéticos menos radicales. No trata de usar una pincelada prieta ni busca una precisión microscópica. Más bien, su estilo trata de no molestar al verdadero protagonista de sus obras que es la atmósfera.

Porque muchos de los cuadros de Waterhouse enamoran por su atmófera misteriosa, por el palpito de presenciar un maravilloso enigma en dos dimensiones que el espectador ha de resolver. Sus figuras, generalmente femeninas, se han transformado, con el tiempo, en iconos de belleza, el epítome de la melancolía.

«The Lady of Shalott» (1888)

Waterhouse tuvo suficiente éxito en vida para vivir de su arte. Su obra se consideró precedente del simbolismo, tendencia que eclosionó en las dos últimas décadas del siglo XIX, pero que rápidamente sería despedazada por las vanguardias. Y así fue como, durante la mayor parte del XX, la obra de Waterhouse, como la de muchos de sus colegas revivalistas, cayó en el olvido. Nadie quería ver ni en pintura la representación de una escena realista, por muy simbolista que fuera. La apisonadora vanguardista aplastó la disidencia: las mujeres de Waterhouse se fueron con sus potingues a otra parte.

«El círculo mágico» (1886)

Pero las modas van y vienen, y a finales de siglo XX el Prerrafaelismo reencontró a fervientes admiradores. La industria del entretenimiento, particularmente el cine, rescató a Waterhouse, muchas de cuyas obras se convirtieron en referencias estéticas para grandes superproducciones como el caso de El Señor de los Anillos.

Y en un contexto como el actual, marcado por la asfixiante revolución tecnológica, muchos disidentes están reaccionando ante el presente ruidoso y silícico con una huida hacia esos pasados míticos sin smartphone ni WiFi. Waterhouse is back.