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Una figura femenina desnuda emerge del fondo oscuro como un altar viviente. Su rostro está oculto por una gran concha marina, símbolo de escucha ancestral y belleza velada. En lugar de pezones, dos rosas rojas florecen sobre su pecho, transformando la carne en jardín, deseo en ritual. La espiral de la concha sugiere un pensamiento que gira hacia lo profundo, mientras las flores revelan una sensibilidad que brota sin necesidad de mirada.
La obra fusiona cuerpo y naturaleza, erotismo y silencio, como si la identidad se construyera entre lo que se oculta y lo que florece. Es un retrato de lo inhumano que aún respira belleza.
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