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Una figura desnuda emerge del claroscuro, suspendida en un gesto de éxtasis o quebranto. El cuerpo, arqueado con tensión casi litúrgica, se convierte en altar de emociones contenidas. Las manos, posadas sobre el pecho y el vientre, evocan un rito íntimo: el tacto como testimonio, el cuerpo como archivo. La paleta monocromática acentúa la dualidad entre luz y sombra, mientras los trazos verticales de pintura negra descienden como lágrimas o invocaciones, marcando el tiempo de la imagen. La composición sugiere una ofrenda silenciosa, un instante capturado entre lo humano y lo mítico. El fondo oscuro no es vacío, sino umbral: un espacio donde la figura se convierte en símbolo, donde el dolor y la belleza se confunden.
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