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En esta obra, Antonio Abril representa dos rostros masculinos enfrentados en un gesto de proximidad e intimidad que trasciende el retrato. Ambos parecen espejos el uno del otro, pero no son idénticos: en sus diferencias palpita la condición humana. La textura pictórica, con matices terrosos y grises, evoca la piedra o la arcilla, reforzando la sensación de permanencia y universalidad.
La pintura invita a reflexionar sobre la identidad, el reconocimiento y el vínculo con el otro. En ese instante suspendido, el espectador es testigo de un diálogo silencioso donde se confunden el yo y el nosotros.
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