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(Sevilla 1599 - Madrid 1660)



Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor español gran exponente de la pintura española y considerado uno de los mayores pintores de toda la historia.



Fue hijo primogénito de Juan Rodríguez de Silva y Jerónima Velázquez, ambos naturales de Sevilla. Juan Rodríguez de Silva era al parecer un...

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(Sevilla 1599 - Madrid 1660)



Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor español gran exponente de la pintura española y considerado uno de los mayores pintores de toda la historia.



Fue hijo primogénito de Juan Rodríguez de Silva y Jerónima Velázquez, ambos naturales de Sevilla. Juan Rodríguez de Silva era al parecer un hidalgo de escasos bienes, cuyos padres habían venido a establecerse a Sevilla procedentes de Oporto. Con la libertad que existía entonces en el empleo de apellidos, el pintor usó habitualmente y fue conocido por los nombres de Diego Velázquez, Diego Velázquez de Silva y, al final de su vida, Diego de Silva Velázquez.



En septiembre de 1611, se firmó el contrato por el cuál Velázquez quedaba confiado como aprendiz a Francisco Pacheco, uno de los pintores más señalados de la Sevilla coetánea, en cuyo taller permanecería cinco años.
Las dotes excepcionales del muchacho fueron advertidas muy pronto por Pacheco, quien cuidó esmeradamente de su educación y, como refiere en su libro Arte de la pintura, “movido de su virtud, limpieza y buenas partes, y de las esperanzas de su natural y grande ingenio”, le dio por esposa a su hija. Del matrimonio de Velázquez con Juana Pacheco (abril 1618), nacieron dos hijas, una de las cuales, Francisca (nacida en 1619), se casaría con el mejor discípulo de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo.



En marzo de 1617, Velázquez pasó el examen ante los alcaldes veedores del gremio de pintores de Sevilla, perceptivo para ejercer por cuenta propia este arte en la ciudad. La producción de Velázquez durante su período sevillano, que se extiende hasta 1623, supuso un cambio decisivo en el rumbo de la escuela local, que en el s. XVII pasará a ser uno de los focos pictóricos europeos más sobresalientes.



Con Velázquez hace irrupción en Andalucía el realismo barroco, tendencia en la que le seguirían con modos diversos sus compañeros de generación activos en Sevilla (principalmente Zurbarán y Alonso Cano), y que repercutirá asimismo en ciertas acomodaciones de estilo que se advierten en pintores de mayor edad. Esta nueva orientación marcada por Velázquez se patentiza plenamente desde sus primeros lienzos conocidos. En ella confluyen diferentes factores de cultura artística, entre los cuales es fundamental la recepción del influjo caravaggista.



Debe subrayarse también la inclinación “realista popular” que se venía manifestando en el campo de las letras: algunos cuadros sevillanos de Velázquez parecen casi ilustraciones de literatura picaresca. No obstante, ante estos temas Velázquez no se complace en lo cómico o lo divertido; su aproximación acredita un sesgo ético peculiar, un respeto a la dignidad y la individualidad humana que informará todo su arte posterior, y que confiere a algunas de sus escenas profanas intrascendentes, con protagonistas de extracción humilde, una seriedad moral equiparable a la de un episodio religioso: El aguador de Sevilla (museo Wellington, Londres), que entrega la copa de agua con la solemnidad de un rito sagrado, constituye el ejemplo más eminente de esta actitud.

La decidida predilección de Velázquez joven por la temática “popular” se revela muy significativamente en cuadros como La cena en Meaux, en los que la anécdota evangélica queda relegada al fondo, descrita con figuras minúsculas, para situar en primerísimo plano el paisaje de bodegón y el trabajo de las sirvientes en la cocina; es una inversión narrativa que Velázquez había visto piezas de atribución insegura.



Al filo de los veinte años de edad, Velázquez resultaba ser ya la personalidad pictórica más valiosa y prometedora de la península.



Consciente de sus posibilidades, en abril de 1622 viajó a Madrid para retratar a Felipe IV, recién ascendido al trono. A partir de esta fecha fijó su residencia en Madrid, y su actividad se desenvolvería en lo sucesivo por entero al servicio a la corona. La carrera de Velázquez en el círculo real tendría su culminación poco antes de morir con el nombramiento de caballero de Santiago (1659).



La colección real, que era la más rica de Europa, y los dos viajes que hizo a Italia permitieron a Velázquez adquirir un profundo conocimiento del arte pasado, así como de la obra de Rubens y de la de muchos otros de los más notables pintores de su tiempo.



De esta amplia experiencia, será la pintura veneciana del quinientos la que tendrá mayores consecuencias para la evolución de su estilo, que se desarrollará como una conquista tenaz y continuamente afinada de la realidad.



La obra de Velázquez en sus primeros años madrileños comprende retratos de corte que se atienen en su composición a los modelos tradicionales de retrato aúlico español heredados del siglo anterior (Felipe IV, Prado, Museo Metropolitano de Nueva York; Infante Carlos, Prado; Conde-duque de Olivares, Hispanic Society de Nueva York, Museo de Sao Paulo), además de otros retratos como el de Góngora. Los progresos del pintor en lo que concierne a la articulación compositiva, la depuración de paleta y la sugestión atmosférica se manifestaron con mayor claridad en el primero de sus retratos de bufones (Calabazas, Inglaterra) y en escenas religiosas como La cena en Meaux (Museo Metropolitano, Nueva York), Cristo después de la flagelación contemplado por el alma cristiana (Galería Nacional, Londres) y La tentación de santo Tomás de Aquino (catedral de Orihuela).



En su primer viaje a Italia, que parece haber sido simplemente de estudio, aunque tal vez desempeñara en él alguna misión diplomática, Velázquez visitó Génova, Milán, Venecia, Ferrara, Cento, Roma, y Nápoles.



La actividad de Velázquez en los años treinta y cuarenta se centró cada vez más en el campo de la retratística, de acuerdo con su propia vocación y con las exigencias de su cargo de pintor de cámara. Sus retratos son imágenes de una naturalidad incomparable, que conciertan con un perfecto equilibrio la indagación del ser individual y la elegancia y simplicidad de composición, la captación del carácter y la armonía cromática. El catálogo de los retratos velzqueños de estos dos decenios abarca diversas versiones del rey y de miembros de la familia real, ecuestres y a pie.



Su pintura religiosa está representada en esta época por cuatro ejemplares conservados en el museo del Prado: el Crucifijo, la Coronación de la Virgen y San Antonio abad y San Pablo ermitaño.



En el último decenio de su vida, las absorbentes tareas de aposentador de palacio no le impidieron llevar a cabo obras de muy alto rango; Mercurio y Argos (Prado), La infanta María Teresa (Viena), La infanta Margarita (Viena), El infante Felipe Próspero (Viena) – en los que la técnica de toques libres y desunidos exalta con su centelleo la suntuosidad decorativa del conjunto, mientras que en el retrato de busto de Felipe IV prescindió absolutamente de aderezos de orden representativo para concentrarse en el análisis moral del hombre, en un ejemplo sin par de desmitificación de un monarca absoluto por su pintor de cámara. El cuadro de Las meninas (Prado) pintado en 1656, síntesis de retrato de grupo, de escena de género y de estudio de interior con complejas fuentes de luz, marca el nivel supremo del arte de Velázquez.



Murió el 6 de agosto de 1660, poco después de regresar de su misión de aposentador en la entrevista de Felipe IV y Luis XIV en la isla de los Faisanes.
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