En un etapa histórica (1730-1760) en la que el movimiento rococó, con su preocupación por lo exótico, lo refinado y lo sensual domina la escena artística francesa, quiere el destino situar, en esa contraposición insurrecta y libre que ejercen las excepciones, a uno de los más reconocidos pintores costumbristas de todo el siglo XVIII. Jean Siméon Chardin (1699-1779), nace y muere en París, ciudad que apenas abandona a lo largo de toda su vida. Su formación como artesano marcará la impronta de laboriosidad y esmero que anida en toda su obra. Una obra escasa pero minuciosa, retocada una y otra vez, ambicionando límites de perfección.

El niño de la peonza. 1735. Jean Siméon Chardin.

El niño de la peonza. 1735. Jean Siméon Chardin.

En cuanto a lo pausado y meticuloso de su trabajo artístico, llega el propio Chardin a escribir: «Tomo mi tiempo. Me he acostumbrado a no separarme de mis obras hasta que mis ojos me confirman que no necesitan nada más». La situación histórica de Francia, en un período de paz en el que el desarrollo del comercio colonial y de ultramar hace prosperar a los artesanos hasta convertirlos en empresarios, y a las clases altas hasta inundarlas de lujo y efectismo, se propicia una corriente artística en la que pintores como Antoine Watteau o Fragornard, entre otros, se interesan en mostrar la grandilocuencia y magnificencia de los salones y terrazas de palacio, junto con la pomposidad que llena el vestuario de los personajes que los frecuentan. En este contexto, Chardin se convertirá en una alternativa a la corriente.

Si bien es cierto que, en el punto inicial de su carrera, su temática no se aleja demasiado de estos motivos, parece existir un punto de inflexión en el que el pintor parece dar un giro marcado a sus inquietudes. Se cuenta la anécdota de su reflexión frente a una liebre muerta, ante la cual habría de cambiar radicalmente su concepción del arte. Haciéndole abandonar los ambientes afectados y postizos para buscar la belleza desprendida, tal vez con mayor sinceridad, entre la banalidad de las escenas diarias y la presencia de los objetos más usuales. Sus obras se alejan, por tanto, de tener una intención aleccionadora o moralizante, transportándonos con su “fidelidad” hacia lo natural de las realidades.

Bodegón con gato y raya. 1728. Jean Siméon Chardin.

Bodegón con gato y raya. 1728. Jean Siméon Chardin.

En 1728, el pintor pasa a formar parte de la Academia Real de Pintura y Escultura dentro de una categoría menor como era la de “pintor de animales y frutas”. La temática de la naturaleza será una constante a lo largo toda su carrera. Su destreza en este aspecto, lleva a Chardin a convertirse en uno de los grandes maestros de las naturalezas muertas. Como ejemplos, Bodegón con gato y raya (1728) o Bodegón con cántaro y caldero de cobre (1728). En este último podemos observar la maestría con la que Chardin logra representar las texturas de la madera del almirez, la de la arcilla esmaltada de los utensilios o la del cobre del caldero, y todo ello con una pincelada suelta. Los contrastes lumínicos, ejecutados en los efectos del claroscuro y la composición, son parte esencial del atractivo de sus pinturas.

A pesar de que Chardin guardaba con recelo su técnica, sabemos que comenzaba extendiendo las partes oscuras para superponer después las medias tintas y acabar repartiendo, por último, los colores claros, que distribuía a lo largo de todo el cuadro. Su pincelada denota una vuelta repetitiva sobre lo pintado, retocando y corrigiendo una y otra vez, hasta lograr la armonía y el equilibrio. Su preocupación por luces y sombras es pareja, y su pincelada es pequeña y fluida, con repentinos cambios de dirección que aportan el volumen a las formas.

La lavandera. 1735. Jean Siméon Chardin.

La lavandera. 1735. Jean Siméon Chardin.

Hacía 1730 vuelve a cambiar su línea, instado por la mayor demanda de retratos en el mercado artístico, y se centra en la representación de las escenas cotidianas, de las que extraerá, como pocos, la intimidad de sus silencios. También destacan en él las escenas de género, La pequeña maestra (1740) o La niña del volante (1741). Sus personajes rara vez miran al espectador y sus obras logran una contención sosegada e inocente que evita el detalle, transmitiendo la fugacidad del instante.

En su cuadro La Lavandera (1735) constatamos la perfecta familiarización del pintor con los objetos que representa, tanto en la silla de anea como en los recipientes de barro esmaltado, así como en el taburete que sostiene el barreño y en el que se encuentra camuflada su firma. En el conjunto podemos observar su técnica ya comentada de superponer los colores claros en último lugar y vemos de qué manera las prendas blancas resaltan entre la oscuridad de la escena del lavadero. El color blanco era símbolo de pulcritud y pureza entre la aristocracia y burguesía de la época, que mostraba un interés casi obsesivo por la limpieza de sus prendas. La labor de las lavanderas era muy dura antes de la llegada del jabón, y se veían obligadas a blanquear con la utilización de cenizas que acababan afectando seriamente a la integridad de sus manos. No es el caso de la lavandera de la escena. Sabemos que ella ya utiliza jabón, el niño de la chaqueta llena de remiendos y las calcetas roídas aparece ensimismado haciendo pompas con él.

Retrato de Madame Chardin. 1775. Jean Siméon Chardin.

Retrato de Madame Chardin. 1775. Jean Siméon Chardin.

Niños y mujeres son los verdaderos protagonistas en las escenas de Chardin. Muchachos jugando con una peonza o construyendo castillos de naipes. Mujeres en el desempeño de sus labores habituales. Todos ellos enfrascados y abstraídos en sus pequeñas ocupaciones. Congelados en la quietud y el silencio de olvidar que el tiempo pasa. La agresiva técnica que se usaba para aglutinar los óleos en aquella época, donde era muy común la utilización del plomo provocó en Chardin una amaurosis que llegaba a paralizarle los párpados y le privó casi por completo de la visión. Por este motivo, el pintor hubo de cambiar su estilo a la técnica del pastel durante los últimos años de su trabajo. De entre sus últimas obras destaca su Retrato de Madame Chardin (1775)

Denis Diderot, una de las figuras más destacadas de la Ilustración francesa, también experto en cuestiones artísticas, era un gran admirador de la obra de Chardin. Destacaba en ella la calma y tranquilidad que transmiten sus escenas. En una ocasión llego a confesarle al pintor el deleite que le producía observar «cómo vibra la luz alrededor de los objetos» dentro de sus composiciones. Su obra ha sido referencia para artistas como Manet, Cézanne o Morandi. Y también para muchos artistas contemporáneos.