Elaine de Astolat (en algún momento-tal vez nunca), más conocida como la dama de Shalott, no ha pintado un cuadro en su vida.

Elaine sólo sigue ahí después del eclipse, tejiendo otra mañana desde su torre mientras la realidad se sigue desgastando en el espejo. Elaine está apresada, encorsetada en el maleficio de confeccionar con puntadas cortas los comienzos, cuando Elaine no tiene ningún interés en pintar nada, y menos en hacer más amenos los finales. Dinos Lancelot, ¿quién podría exigirle nada a Elaine cuando Elaine ya no espera nada? ¿Por qué no dejas a Elaine cantar su tristeza del modo en que quiera cantarla? ¿No percibes la imposibilidad de imponer normas a quien ya no es más que su propia renuncia? No te das cuenta de que Elaine ya no espera nada.

La dama de Shalott. 1888. John William Waterhouse

La dama de Shalott. 1888. John William Waterhouse

La dama de Shalott subirá a su barca, guste o no, para baquear a la deriva su lamento. Con las telas que ella misma ha zurcido derramadas por los bordes, como derramada su mirada inconsolable en dirección a Camelot. Por un momento ha llegado a acumular entre sus ojos toda la desolación que existe tras sus muros medievales. Por un momento ha almacenado tanto desamparo, medio enferma de sombras, que ha conseguido ser libre. Elaine es libre. Y Elaine ya no es. Elaine ha dejado de ser, y es libre, porque Elaine ya no espera nada.

La dama de Shalott. Anterior a 1887. Autor desconocido

La dama de Shalott. Anterior a 1887. Autor desconocido

La dama de Shalott, un personaje secundario de la leyenda artúrica, cuya versión más popular se nos ofrece en La muerte de Arturo, novela escrita por Thomas Malory en el siglo XV, ahora es lienzo en Waterhouse, ahora es poema en Tennyson, ahora es canción en McKennitt. Su amor no correspondido por Lancelot es una excusa banal, insustancial, prescindible en todos los sentidos. La dama de Shalott no es una vulgar desolación por desamor. La dama de Shalott es la entrega más honesta, es la abdicación, es la acumulación de todo el valor y todo el abatimiento necesario para soltar amarras y aprender a perder. «Tuve amor y tengo honor. Esto es cuanto sé de mí», decía doña Mencía en la obra de Calderón de la Barca. Y la dama de Shalott es Elaine. Y Elaine ya no espera nada.

La dama de Shalott. 1905. William Holman Hunt

La dama de Shalott. 1905. William Holman Hunt

Yace con un lirio en una mano y una carta con sus últimas palabras en la otra. ¿Qué le vienes a exigir si ya ha perdido? Si el espejo está roto, si no le queda nada por ceder, si siempre seguirá en su barca. ¿Qué hora de entrega le demandas? ¿Cuál ha de ser la puntualidad? ¿Cuál el talento? Demonios, deja cantar a Elaine su tristeza sin reloj, déjala cantarla del modo y de la forma en que quiera cantarla. No pretendas que te agrade. No escuches, no pongas atención. ¿A quién habría de cautivarle una aflicción que no es la suya?

No le queda en su mirada más por dar. No espera reconocimiento, no parece estar pidiendo nada a cambio, en absoluto. Es la dama de Shalott. Ella es sin más una leyenda. ¿Y Elaine? Elaine sólo sigue ahí, tejiendo después del eclipse. Elaine ya no espera nada.