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La ballade des pendus/La balada de los colgados

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Información de la obra original

  • País: España
  • Categoría: Dibujo
  • Técnica: Lápiz
  • Medidas: 16.54 x 11.02 in
  • En Artelista desde:
  • Etiquetas: nieve, hambre, guerra, cruzadas

© Todos los derechos reservados

Descripción de la obra

No han tenido suerte estos, no. Pasar tantas penalidades para acabar así, colgados la mañana de un invierno que ya acababa. Cuando la primavera, audaz, comenzaba a asaltar el yermo helado, con su promesa de vida.
Pero para estos tres ingleses se ha hecho tarde. Tres ingleses que soñaron, como tantos en todas partes, ayudar a salvar la Tierra de Dios. \"¡La Tierra Santa está en peligro!\"; de nuevo el aviso retumba en el continente cristiano y sacude los corazones. Nadie ha olvidado las palabras de aquel papa en Clermont, cuando llamó a la Cruzada por primera vez : \"¡Dios lo quiere!\", había sentenciado.
Por aquel entonces ellos aún no habían siquiera nacido, y sin embargo nada parecía haber cambiado. ¡Qué largas son las guerras!
Bertrán d´Ou o Dou o Dow y sus hijos Clifford y Hugh dejaron todo tras de sí, movidos por la pasión de la fé, por el coraje de una obediencia sin reservas. La emoción pudo más que el cálculo cuando se unieron a las huestes del caballero Godwin; Godwin de York, su señor natural, quien a su vez es vasallo del duque, y este del rey Ricardo. Quien a su vez es vasallo del Único, del Verdadero Señor, de aquel por cuya gracia los reyes son reyes, y los demás no cuentan.
Y ahí están ahora los tres, colgando desde hace un rato de la fé (y de la Fé), de la esperanza, y de la falta de caridad de sus hermanos (en la Fé).
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...¿de qué, padre?, ¿de qué?, pregunta Hugh una vez más a Bertrán. Y éste, mareado a morir sobre la cubierta del barco que finge no oir y calla.
Hugh, se muerde un momento las uñas y vuelve a la carga; pero su padre, con un gesto enérgico de la mano, le detiene. Luego aparta la mirada de aquel azul saltarín e hipnótico del mar que les rodea y se vuelve para contestarle lo de todos los días : - ¡Tú no conoces la guerra, hijo! Es algo grande. Todos hacemos falta. Ya te he dicho mil veces de qué le servimos a nuestro señor; también aquí, en la guerra. ¿Es que no entiendes que junto a los soldados hacen falta también los carpinteros. Y los herreros. Y los guarnecedores, los sastres, los pastores ...e incluso las mujeres y los judíos? Y Bertrán recobra el aliento aquí : - ¡Los judíos, sí, con sus talegas de monedas!
En cuanto a nosotros, los carpinteros, ¿quién mantendría a punto las máquinas de guerra?, ¿quién las repararía cuando dejan de funcionar? ¿Quién conoce mejor la madera que nosotros, hijo ...? Anda, no me lo vuelvas a preguntar hoy más veces, no vuelvas. Ve y distráete por ahí.
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¿Cuántos días han pasado desde entonces?; ¿cuántos? ¿Y cuántas veces ha vuelto a preguntar Hugh lo mismo? Muchas, muchas antes de que las naves, casi todas las naves, acaben por llegar a su destino. Cada día más cerca del Oriente del mundo, Bertrán cree sentir la cercanía de Jerusalén por la deslumbradora luz del cielo meridional : - Es el resplandor de la gloria de Jerusalén; sin lugar a dudas estamos cerca. ¡Regocijémonos, hijos!
Pero ellos, los tres, nunca pondrán los pies en Tierra Santa. No, ellos no; como les pasó a otros muchos. No les cabrá tal honor. Los tres carpinteros son desembarcados junto a otros miles en Chipre. Una especie de retaguardia, recién conquistada, ideal para administrar el esfuerzo bélico.
Entretanto el rey Ricardo, él sí, el puso su pie; y pisó y pateó la Tierra Santa con ganas. Con valor, con coraje. Ganó Acre tras muchas lágrimas de uno y otro lado; pero eso fue todo. Jerusalén no pudo ser reconquistada para Dios.
Y si un rey lo es \"por la gracia de Dios\" y a Él ha de consagrar su tarea, no es menos cierto que no debe descuidar los asuntos terrenales. Porque cuando un rey está ausente, las intrigas crecen como la cizaña. Y al inglés medio francés, que apenas pasó unos meses en todo su reinado en Inglaterra, la cizaña le creció siempre vigorosa y audaz a su alrededor. Por tanto, en firmando una tregua con Saladino -a quien admiraba- hubo de volver grupas. Apenas si había ganado algo y podía perderlo todo, absolutamente todo.
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En aquella soleada isla algunos quedaron, sí, a modo de avanzada retaguardia. Porque a la lucha, naturalmente, se le sumarán nuevos capítulos en los años, en las décadas venideras.
El resto de los que habían llegado unos meses atrás, fueron embarcados de vuelta.
Luego, lo que es propio de estas empresas humanas : unas llegaron a su destino y otras no. Unos pusieron pie en el continente europeo, salvos hasta ese momento, otros se ahogaron o se despistaron. Muchos fueron capturados por los piratas. Si alguno pudo pagar, tal vez recuperó la libertad. A aquellos por quien nadie pagó, el silencio los sepultó para siempre.
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Pero parecía que estuviera escrito que por Bertrán y los suyos velaba la mano del Señor. Así que un naufragio suficientemente cercano a la costa les permitió llegar hasta ella, junto a algun otro afortunado. ¿¡No es para dar gracias a Dios!?
Luego, la desolación del territorio circundante fue salvada poco a poco, a base de tesón y de mucha suerte. Pusieron rumbo al norte siguiendo más o menos el curso del Ródano, el camino más directo para llegar a Inglaterra.
En cabeza, Bertrán, siempre abriendo la marcha. La verdad es que ya no soporta oir a Hugh ni un minuto. Cada día que pasa se agranda la razón de las dudas de su hijo; y sus respuestas carecen de la firmeza de antes. \"¡Que cargue su hermano con él!, ¡después de todo a Clifford le es más fácil, porque es medio sordo!\"
Y así, por esos caminos de lobos, por esas tierras onduladas pero hurañas del rey francés, se han ido encontrando con otros que también vuelven; como ellos. Compartiendo lo poco que llevan consigo y repartiendo las fatigas de la marcha, han progresado, día a día, camino de casa. Y además, \"no debe haber temor, nuestro rey y señor no se ha olvidado de nosotros. Hará llegar medios de subsistencia a los que volvemos\" se dicen unos a otros.
Pero los correos del rey van y vienen, veloces, ignorándolos. Ellos no cuentan o cuentan poco en realidad. ¡Porque el rey Ricardo está cautivo! El rescate que se pide es elevado y todo cuanto se obtenga ha de ser para pagar su liberación. Ironías de la vida : libres vuelven los vasallos, mientras su rey se come los puños en los calabozos. Los calabozos de otro rey cristiano. Cuestión de celos, oportunismo, envidia.
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Se adentra ya el otoño y los tres carpinteros, en la desbandada que el desamparo creciente va provocando, se han quedado solos.
- Hijos, no temáis, un carpintero hace falta siempre en algún lugar. Tened fé, pues lo encontraremos. Pertenecemos al pueblo de Dios, al que Él guía y sostiene, como hizo con el pueblo de Israel cuando salió de Egipto. Lo libró de sus enemigos; e incluso para que no muriera de hambre le enviaba el \"maná\" cada mañana, como bien sabéis.
Y asi, sorteando los escollos del desánimo, un atardecer encontraron lo que buscaban. Desde lo alto de una colina vieron la ciudad. Una ciudad - se veía desde bien lejos -, con su catedral, que, sin acabar se elevaba majestuosa.
- Aquí es, anunció Bertrán. Y sin titubear, como si estuvieran seguros de que los esperaban, entraron en la ciudad cuando ya anochecía. Aquella noche cayeron los primeros copos de nieve de un invierno temprano.

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...¿de qué, padre?, ¿de qué?, suena en la oscuridad del aposento la voz pastosa, agitada, de Hugh mientras duerme. Clifford, tendido a su lado, o duerme también o está muerto. Bertrán quizás haya oido los jadeos del hijo mayor, pero calla.
También hay noches en que Hugh sueña. Sueña con pan. La primera vez fue un solo pan. Pero luego, conforme pasaban los días, se iban añadiendo más panes a su sueño. En esos momentos, Hugh, su cuerpo entero, percibe que está feliz. Un hilillo de baba se le escapa por la comisura de su amago de sonrisa : ¡ante sí tiene todos esos panes!¡ Están ahí, con su corteza dorada y crujiente, reunidos para comerlos de un golpe! Hugh abre los brazos para abarcarlos y llevarse el montón a la boca. Pero entonces, justo en ese instante, Hugh se despierta y los panes desaparecen, como por encanto. Desconcertado, hundido, el muchacho lanza un gruñido de rabia, y tras un momento de mudo estupor se echa a llorar. Hugh llora, o más bien berrea, en el silencio de la noche. Su garganta va desgranando los matices de un aullido primario, elemental, como de animal; el cual, tras alcanzar su cénit se hunde poco a poco hasta devolverlo todo al silencio. Hugh calla finalmente, rendido de cansancio o simplemente ronco ya, sin voz. Y se queda dormido.
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Por la mañana la catedral seguirá sin necesitarlos; ¡tan grande, tan imponente, tan por acabar! Porque faltan los fondos, si bien no la intención. Algunas tareas se han ido llevando a cabo y todos pudieron comprobar la maestría de Bertrán y los suyos desde el principio. Pero los recursos se acabaron hace tiempo. ¡Sacar al rey Ricardo de su cautiverio exige un esfuerzo grandioso! Se recaban fondos aquí y allá, y la pobreza cubre las tierras cristianas como un sayal de penitente. Cualquier onza de oro que salga a la luz toma el camino de Austria.
Y sin oro las obras en la catedral acaban por detenerse del todo. Y sin catedral no hay pan.
A veces Hugh, de pura rabia y desesperación se revuelca en la paja sobre la que duermen los tres, lleno de impotencia. Coge la paja a puñados y se la lleva a la boca :\"Si los caballos, o al menos las mulas, ¡o por lo menos los asnos! se la comen, ¿por qué no he de poder yo?\" Y en más de una ocasión casi se asfixia tratando de pasar el bocado por el gaznate abajo. Ni siquiera ayuda el que la paja esté reblandecida, húmeda de sudor y orines.
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Días y tormentos, días y tormentos se suceden. Y no se atisba un final próximo para aquella agonía.
La guilda de carpinteros de la ciudad ya no les puede pasar apenas un mendrugo de cuando en cuando. ¡Bastante suerte tienen con poder dormir bajo techo! les dicen. Un techo tan gratuito como deficiente, desde luego. Alguna noche, el peso de la nieve acumulada encima lo hundirá y los sepultará de una vez. Y todo habrá acabado. Algo tanto más que probable cuanto que cada vez se aventuran menos fuera de su refugio. Si ocurre que encuentran algunas ramas, encienden un fuego. Si no, se acurrucan y gimen mientras tiritan : - ¡Oye, Hugh vete de mi lado, hazlo en alguna esquina!, se oye a menudo. Y Hugh se desliza torpemente para defecar en la oscuridad. Por otro lado Clifford tose cada día más. Como le duele la garganta apenas se le oye. Hay días en que creen que ya se ha muerto.
Y así, lentamente, muy lentamente, el invierno va discurriendo; sin ninguna prisa, blanco y silencioso.
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Algunas mañanas, al despertar con el aliento helado del alba, a Bertrán le viene ocurriendo que ve -que cree ver- a su hijo Hugh devorando un pan. Un pan que esconde entre sus manazas, sucias de barro e inmundicia. Bertrán piensa que es un desvarío suyo; por la debilidad. Y, en vez de preguntar, en lugar de extender el brazo para comprobar, lo que hace es darse la vuelta para que la visión no le haga daño.
Hasta que una mañana, una como las demás, vio a aquellos soldados allí dentro, a sus pies. Dos soldados, dos hombres casi viejos, rudos y flacos, delante suyo y que flanquean a Hugh, al que están zarandeando. En el suelo hay un pan tierno. Da la impresión de que se le acabara de caer a alguien. Hugh tiembla, se revuelve, y grita que \"él tenía hambre, pero que él no ha robado los panes\"
Bertrán escucha atónito primero, y luego lleno de estupor, la historia que empieza a relatar Hugh, entrecortadamente, a empellones de los soldados. \"Gochette, la del horno, le daba los panes; ¡sí, se los daba! Gochette era afectuosa con él. Ella lo vio una tarde en la calle, en cuclillas, apoyado contra la pared del horno y le dijo : \"¿Qué haces ahí?; anda, entra\". Gochette le permitía calentarse con ella ... Se tocaban aquí y allá ... ¡Se tocaban donde no es menester nombrar, vaya!
Y ambos pronto descubrieron la manera de hacerse sentir bien el uno al otro. A él, aquel lugar se le antojaba el cielo. El cielo, sí, en el que ambos retozaban y chorreaban desnudos en la penumbra, delante de la boca del horno. Gochette tenía siempre los pechos calientes. El reflejo del fuego en su piel hacía que a Hugh se le antojasen como dos panes tiernos, bañados en miel. Por otro lado ocurría que, aunque él se hallara exhausto, ella era insaciable. Y el juego les abría a ambos más y más el apetito. Hugh se quedaría allí cada vez, si no fuera porque tenía que volver al pajarcillo antes del amanecer, para que su padre y su hermano no notaran su ausencia. Y además estaba el peligro de ser descubiertos por la ronda de guardia. Había noches que se metían dentro a calentarse un poco; y entonces él tenía que permanecer oculto en la oscuridad, sin hacer el menor ruido, hasta que se iban.
Gochette mintió llegado el momento. Cuando los soldados los sorprendieron la pasada noche, ella dijo que \"aquél era un ladrón que estaba robándole\". \"Ella había tratado de deternerlo cuando se llevaba el pan bajo el brazo. ¡Se le llevaba hasta la ropa, que le había quitado, ¡ si no hubiera sido por su oportuna intervención, honorables \"sires\"!, remachó ella finalmente, afectando un mohín de desvalida coquetería.
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A partir de aquella noche fatal el curso de los acontecimientos se precipitó. Esto es, tras una insoportable sensación inicial de lentitud, tomaron enseguida una velocidad creciente; hasta hacerse alarmante. Porque su final, totalmene inesperado, se mostraba, de pronto, inminente.

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Es costumbre en tiempos de carestía, de \"famine\", que el robo, y más el robo de pan se castigue severamente. La justicia podría condescender y contentarse con cortarle la mano al ladrón, bien es verdad. O incluso las dos manos. Pero entonces no habría solucionado el problema, sino que además habría creado otro añadido. Y no son tullidos,(mendigos por necesidad), no son más mendigos, no, lo que necesita la ciudad, ni tampoco la comarca.
Por tanto la sentencia es que los tres mueran ahorcados. El delito no sólo es cosa de quien lo comete, sino que implica además a las personas que están cerca de él o le acompañan. Esta disposición pues, cumple con la valiosa función del escarmiento, que todo castigo debe llevar consigo. Amén de que si los otros acabaran - y lo harían- ,comiendo los panes robados, estarían participando obviamente de la misma fechoría.
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Así que tras aquella madrugada en que los soldados trajeron a Hugh a empellones a presencia de su padre, la vida sólo aguardaba su conclusión.

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Finalmente, una mañana de marzo, una carreta llevó a los tres junto con un clérigo hasta el lugar de ejecución. Los iban a ajusticiar. Y allí, muertos de miedo, es cuando comprendieron definitivamente que no volverían a su aldea de Eelwyl, y que probablemente tampoco entrarían en el luminoso Jerusalén tras el Fin de los Tiempos.
- Ya lo dice el cuarto mandamiento - repite con aire cansino, aunque a la vez severo, el clérigo - : Robar es un pecado, un pecado mortal, hijo; ¿es que lo habías olvidado? Y como se trata de una justicia ejemplar -una de cuyas virtudes es que sirve de escarmiento- los otros dos han de correr la misma suerte por ese pecado tuyo.
- Pero yo no robaba los panes, ella me los daba! rezonga ofuscado el muchacho. Ella, sólo, sólo ... me pedía que ... que ... la sobase para quitarnos el frío! A lo que el clérigo nada responde, sino que aparta la cara como para no escuchar y - los ojos en blanco - mira al cielo, presa de un raro temblor...
¡... a cambio ella me daba esos panes ...!
¡ que ni siquiera eran suyos ! - truena el clérigo con tajante impaciencia- -. ¡No sigas, no sigas que lo empeoras. ¡Porque además del delito de robar se suma el pecado de lujuría, esa suciedad en la que habéis estado, en la que habéis estado ..., cha-po-te-ando,! - pausa para respirar - ... y continua : ¡salpicando vuestras almas de inmundicia! (Otra pausa aquí; alrededor, un silencio sepulcral)
Y sigue el clérigo : - Hijo, el hambre después de todo, es un estado involuntario, casi incontrolable si no se sacia. Pero, ¡ la lujuria, la lu-ju-ria, esa pasión vil, sucia, propia de las bestias, que no tienen conciencia de la pureza, ... ¡¡¡ ese arma del diablo!!! ... Añades pues a tu pecado otro de mayor bajeza; ¡que mal me lo pones...!
Bueno,el caso es que, asumiendo que tu castigo en la horca será tu penitencia ... , antes deberás, deberás haberte arrepentido. Esto es, si no quieres arder eternamente en el ... - ¡¡¡Bruaaaaah!!!, interrumpe desencajado el joven Hugh; al tiempo que un rictus extraño, como de locura se va dibujando en su rostro. A su lado, el clérigo : - Bien, bien, empiezo a ver el arrepentimiento en tu cara, hijo mío; ahora reza conmigo, ¡aprisa! ...
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Bertrán ha tenido algo de trabajo estos últimos días. Dada la falta de carpinteros solventes en la ciudad, él y sus hijos han sido los que han fabricado y montado el sencillo patíbulo. Se ha levantado junto al camino, a la entrada de la ciudad. El pequeño sueldo que les corresponde ya no lo van a necesitar. Así que será cedido a la iglesia. Con él al menos habrá para celebrar unas misas por la salvación de sus almas.
La carreta, tirada por unas mulas viejas y aburridas, los ha dejado, junto con el clérigo, justo debajo del travesaño.
Esta mañana reina una deliciosa calma en todo el contorno. Por doquier se advierten las primeras muestras, tibias muestras aún, de una primavera inminente. Se va retirando la nieve de las laderas y la hierba queda al descubierto. Ya han empezado a salir algunos rebaños a pastar. En pocos días las ovejas se irán hinchando de comida y satisfacción.
\"El caso ...\", medita Bertrán mirando el larguero sobre su cabeza, \"... es que no tratándose justamente de nuestra especialidad, no nos ha salido mal. Sí, parece consistente\".
Cualquier espectador pensaría lo mismo que Bertrán. De hecho lo más seguro es que el patíbulo se quede ahí mismo, con carácter permanente.
Algunas personas se han acercado a ver la ejecución. Pocas no obstante; han sido pocas, esa es la verdad. Porque la gente dormita aún en sus madrigueras y además el duque, el señor de la ciudad, no ha mandado repartir vino, ni viandas. Ni ha habido música; ¡nada! ¡Vaya una ejecución de mala muerte!
---
Por fin el clérigo se ha bajado de la carreta. Con Hugh puede que haya fracasado. El muchacho no acababa de comprender, o no quería comprender, la dimensión de sus pecados. \"¡¿Así, cómo iba a poder absolverle con garantías?! \"
\"El otro hermano, Clifford, ese sí, ese es un bendito. No le guarda rencor a Hugh; además, si lo hiciera, la mano justa del Creador tal vez se lo recriminase en última instancia\".
Clifford da la impresión de estar llorando; muy quedo, bajito, con la cabeza hundida en el pecho. Hugh, por el contrario parece como si todo aquello no fuera con él. Acaso se crea estar en otro lugar, lejos de allí. Sonríe. Sonríe porque, porque ... ¿cómo es posible que sonría ese zagal en un momento así?, ¡ es como si se burlara de su condenación, que es casi segura! Hugh, está mirando a lo alto, justo cuando le colocan la cuerda en torno al cuello. De repente, han empezado a caer algunos copos de nieve. Blancos, grandes, un poco hinchados por el agua a medio congelar. Caen sin hacer ruido, piadosos. Hugh, ha hecho ademán de extender los brazos : quiere recoger un puñado del \"maná\", al que ya no esperaba. Pero se encuentra con que tiene las manos atadas a la espalda. Y además ya la soga, implacable, malévola, ha empezado a matarlo.
Le da tiempo a exclamar : -¡ A buenas horas ... a bue---------! , y no ha podido acabar. Ahora cuelga ya en el vacío.

------ . . . ------ JLP MADRID 2011

Información del artista

Llevo impresa la luz fría de una mañana de marzo en la alta tierra castellana. He aquí una manera adecuada para un artista de decir que nací en un pueblo soriano, hace ya, ¡ uy, bastantes años !


Sin embargo, es poco lo que permanecí allí y los avatares de la vida me han depositado en Madrid, de donde también soy y ya para siempre.


No tengo formación especial, o mejor dicho, académicamente seguida. Unas temporadas con un pintor madrileño, un paso por la Escuela de dibujo ...

Ver más información de juan luis pastor fernández

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