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Un esqueleto, unos cuantos huesos blandos, blanqueándose.
Maderos resistiéndose, sin ayuda y sin éxito, a la acción del viento, de la sal y del inevitable óxido de los clavos que aún los sostienen.
Un casco tenaz, pero vacío y crujiente, sólo lleno de una especie de orgullo, pero por glorias demasiado antiguas.
Un puente de mando sin luces, sin timón, sin habitantes expertos que guíen, porque lo han abandonado. Sin pasajeros, que no acuden porque ya no hay sitio alguno a donde ir.
Un barco que muere (¿o ya murió?), de pie en la costa, no como corresponde, entre las olas amigas de un océano que surcara tantas veces.
Un barco de espaldas al mar, al que domara en vida pero que ha esperado para, sin doblegarlo, contemplar su muerte sin pena.
Ya no parte, ya no viaja, ya no llega. Ya no tiene misión. Ya no lleva ni trae, no alberga, no protege, no recibe ni entrega.
Sólo le aguarda la ignorancia del deshacerse y esperar el derrumbe final en sus propias podredumbres, para dejar de ser por completo, perdiendo aún ser un recuerdo de aquellos que alguna vez lo admiraran.
Tan parecido a mi Argentina de hoy.
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