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En un tiempo donde la prisa y el ruido consumían el mundo, existió un rincón olvidado por el tiempo, donde los velos entre lo terrenal y lo etéreo eran más delgados que en cualquier otro lugar. Este era el lugar de "El Último Jardín de los Silencios".
La imagen nos muestra un paraje crepuscular o amanecer, donde la luz tenue y los colores lila y ocre del cielo sugieren una transición, un umbral. El aire parece denso, casi palpable, cargado de una quietud ancestral. En el centro, se alza un árbol imponente, no solo un tronco, sino una verdadera columna de vida antigua. Su corteza, rugosa y sabia, abraza y protege la figura de una virgen o una deidad femenina, tallada en su interior como si hubiera emergido de la propia esencia del árbol. Ella no está muerta; está durmiendo, o quizás, velando en un trance milenario. Es la guardiana de este lugar sagrado, la "Custodia del Olvido".
Este árbol-dios, con sus ramas superiores aún floreciendo en tonos pálidos de verde y rosa, es el último refugio de la fe, la esperanza o la memoria en un mundo que ha perdido su rumbo. A su derecha, otros árboles, más jóvenes pero igualmente etéreos, se alzan como ecos de su majestad, sus propias ramas también cubiertas de una floración delicada, casi fantasmal.
La neblina que cubre el suelo no es solo humedad; es el aliento del tiempo, el velo entre los mundos. Los contornos distantes de las montañas sugieren que este lugar está apartado, un santuario aislado de la civilización.
La historia podría ser la de un peregrino solitario que, buscando respuestas o consuelo en un mundo caótico, se aventura en este jardín. Al encontrar la figura en el árbol, no encuentra una respuesta verbal, sino una paz profunda y una comprensión silenciosa de que la verdadera sabiduría reside en la conexión con la naturaleza y lo divino olvidado. Los árboles, con sus floraciones etéreas, son sus susurrantes testigos.
Es un lugar de contemplación, un santuario donde el tiempo se detiene y lo espiritual se manifiesta a través de la naturaleza. La figura en el árbol es la encarnación de la paciencia, la resiliencia y la gracia que perdura a pesar de la decadencia del mundo exterior.
Mi nombre es Alberto Thirion y me llaman el pintor más famoso del mundo, lo dicen en broma, pero me gustaba el apodo y lo he tomado como consigna.
El apodo o eslogan nació como consecuencia lógica de una obra titulada La muerte del diablo. Esta es la historia a grandes rasgos, cuando aún era joven exhibía mi obra en compañía de otros compañeros pintores, entre todos los espectadores que por cierto esta vez eran muchos, llegó un muchacho que debía ser rico, para a quien le iban a comprar un cuadro como regalo de cumpleaños.
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