El perfil egipcio, el hieratismo flamenco, las líneas sinuosas renacentistas, la serpentinata manierista, la solemnidad neoclásica o la fragmentación cúbica; desde los abundantes volúmenes de la Venus de Willendorf hasta nuestros días, donde la mezcla es la clave, la manera de reproducir y ubicar el cuerpo humano en el espacio ha llevado implícita una forma de entender la realidad. Y, como reflejo de ésta, la representación responderá en cada época a unos patrones estéticos, no limitados en ocasiones tanto por el desconocimiento técnico como por unas pautas encaminadas a indicar al espectador estatus, religión y pensamiento del modelo, cuyo naturalismo, muchas veces, se verá "sacrificado".


En la actualidad nuestra percepción está acostumbrada a la perspectiva lineal, en la que las figuras decrecen en tamaño según estén ubicadas hacia el fondo en el eje de la composición que se dirige a un punto de fuga final. Junto con esto, la mayoría entenderá el naturalismo como el fin deseado de una representación, a menos que los cánones "válidos" sean destruidos con una intención conceptual. Esta forma de experimentar la plástica puede alejar al espectador contemporáneo de concepciones históricas donde la intención del arte no se ceñía a la búsqueda de realidad sino a la plasmación de un simbolismo, o al realce de las capacidades expresivas de la historia. 

De esta manera encontramos ejemplos en el arte de obras antromorfas cuyo verismo deja mucho que desear; y esto, más que una muestra de la "ignorancia" del artífice, poseería en la mayor parte de las ocasiones un sentido que, al tiempo, nos ofrece las claves para acercarnos a una comprensión más amplia del periodo concreto donde la pieza se inserta. El arte como metonimia de la historia, podría decirse.

Así, encontramos en diversas culturas de la Antiguedad representaciones de la mujer en la forma de figurillas donde las características sexuales de ésta han sido exageradas hasta el extremo, en una marcada acentuación de la fertilidad (que entronca por extensión con la naturaleza y todo lo que de primigenio tiene la vida). No es de extrañar si se tiene en cuenta que hablamos de épocas donde la subsistencia era una preocupación primoridal, asociada a la descendencia y la comida, y el arte, por tanto, respondería a unos imperativos de orden propiciatorio y animista.

Las representaciones en el arte del Antiguo Egipto (asociado de manera casi exclusiva a faraones y funcionarios) llevan años trayendo de cabeza a investigadores e historiadores de todo el mundo: el llamado "perfil egipcio" no obedecería a una ausencia de conocimiento respecto a las leyes de la frontalidad, puesto que los artistas -"artesanos", más bien- de esta civilización conocían la tridimensionalidad y, en rarísimas ocasiones, la aplicaron a la pintura. De este modo, el hieratismo y la representación de perfil del arte egipcio, junto con la característica de su invariabilidad, debían responder a cuestiones religiosas. La "magia" es, de hecho, una característica inherente a la vida del Antiguo Egipto y, el arte, indisociable de la misma. Arte, religión y vida están fuertemente unidas en una tríada asegurada por el faraón y, el arte, debe responder a la necesidad de mantener la vida en el más allá. De esta manera, el arte se constituye en una convención y el artista en una productor alejado de cualquier tipo de creatividad o permisividad expresiva individual.
 

En la Edad Media la convención será de nuevo la regla, si bien las leyes de la perspectiva y la representación ofrecerán un mayor abanico de posibilidades. Una buena muestra de arte canónico es la que encontramos en los mosaicos bizantinos de San Vital de Rávena (en todo el arte bizantino, en realidad) donde la reproducción de los personajes está dominada por la llamada "perspectiva de importancia". Así, ubicándose en el mismo plano, los representados tendrán diferentes tamaños en función de la jerarquía a la que respondan. En la Baja Edad Media, donde el arte será de carácter sacro, el hieratismo y la frontalidad responderán a la maiestas, a la seriedad debida al hecho religioso. La expresividad del personaje es interiorizada en la representación; una característica muy acorde con el periodo de fervor religioso imperante, donde el arte se debe adecuar a una intención loatoria y evangelizadora (y el decoro y la introspección son obligados).

Junto con la rigidez, una de las características del arte de este periodo que más llaman la atención es el uso "incorrecto" de la perspectiva en múltiples iconos y obras de temática religiosa (principalmente anunciaciones). Es común encontrar a los personajes insertos en espacios arquitectónicos cuya composición obedece a una perspectiva inversa (el punto de fuga no se ubica en el fondo del cuadro sino que se dirige hacia el espectador): de esta manera la acción representada se abre por completo a quien la observa, en vez de ser el espectador quien se "introduzca" en la obra. Una forma más de ponerle las cosas fáciles al creyente por medio de un arte cuyos recursos se emplean de forma casi exclusiva con una intención transmisora.

Esto es algo que cambiará en el Renacimiento, con el paso de una sociedad teocéntrica a una antropocéntrica. Si el hombre ahora es la medida de todas las cosas, el móvil del mundo, lo natural será que el arte se adecue a dicha circunstancia, como harán el resto de las disciplinas. De este modo, el naturalismo se convertirá en el fin de las manifestaciones plásticas, aunque, eso sí, será un naturalismo aún idealizado. La curva y la perspectiva lineal, el verismo y la mitología ensalzarán al hombre, su cuerpo y sus pasiones. El desnudo deja de ser un tema tabú en la representación (sin tratar hasta el momento con la salvedad del arte erótico y el arte del dolor) y la mirada se volverá a dos civilizaciones clásicas consideradas maestras: la griega y la romana. 


La representación de la naturaleza humana en el Renacimiento alcanzará un paso más en época manierista, en la que las claves previas se exacerbarán con una intención expresiva. La línea deja de ser sinuosa y se convierte en la retorcida serpentinata; la anatomía del cuerpo humano se vuelve musculosa y marcada; el gesto se contrae y el escorzo es la norma en unas composiciones donde el ambiente se ha vuelto frío y abstracto. Todo ello en una época de grandes cambios, donde el ideal humanista se quebranta a pasos agigantados. La concepción del hombre en el mundo ha cambiado al amparo de descubrimientos como el de Copérnico, y las guerras, la situación socio-económica en la que viven las ciudades y las sucesivas reformas religiosas provocarán un clima de inestabilidad cuya huella ha llegado hasta nuestros días plasmada en el arte.


Junto con estos, podemos encontrar múltiples ejemplos de cómo el arte, y en concreto la representación del cuerpo, se ha constituido a lo largo de los siglos en fiel reflejo de las circunstancias sociales, religiosas, políticas, ideológicas... culturales en fin, imperantes en el momento. Nuevas formas de percepción y comprensión de la realidad traerán consigo nuevos modos expresivos, constiuyéndose el arte de esta manera en una fuente inagotable donde poder encontrar datos que nos ayuden a comprender, de una forma mucho más cercana, el momento y lugar de los personajes representados.


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